Sucedió hace bastantes años en un campo de concentración en Francia. Había en él muchos refugiados españoles. Un sacerdote solía subir al estrado y explicaba a su auditorio temas de religión.Un día les habló de Dios y de su existencia. Cuando terminó el sacerdote de explicar sus ideas, preguntó al auditorio si alguno quería exponer algo.
Se oyó la voz de un refugiado gritando su disconformidad. El ateo subió al estrado y dijo al auditorio: “No estoy conforme con lo que ha dicho el sacerdote. Yo digo que Dios no existe. Y lo voy a probar. Aquí está mí reloj. Si Dios existe, le doy un plazo de cinco minutos para que me mate. Faltan cuatro minutos. Faltan tres minutos. Faltan dos minutos. Falta un minuto. No falta nada. El Dios de este sacerdote no existe”. Al acabar de hablar el incrédulo, sus partidarios le vitorearon. Le pasearon en hombros por el campo de concentración. El sacerdote quedó sin saber qué hacer. De repente tuvo una idea luminosa. Y dirigiéndose a la multitud de incrédulos y de creyentes les dijo. “Señores, no he terminado aún. Invitó al incrédulo a subir al estrado. El sacerdote pidió una pistola cargada. Un hombre le entregó el arma. Se hizo un silencio profundo. Todos estaban intrigados. Él sacerdote le dijo al incrédulo: “Ahí tiene esta pistola. No le hace falta más que darle al gatillo. Le concedo cinco minutos para que me mate. Faltan cuatro minutos. Faltan tres minutos. Faltan dos minutos. Falta un minuto. No falta nada.
Luego usted no existe. ¿Qué les parece a ustedes?” El rostro del sacerdote y el de su contrincante estaban pálidos. El incrédulo le dijo: “¿Cómo voy a matar yo a usted que tanto bien me ha hecho? El sacerdote le contestó: “Dios le ha hecho a usted muchos más favores que yo y es mucho más misericordioso con los hombres que usted ha sido conmigo. Usted me ha respetado la vida cuando yo le pedía que me matara, como Dios se la ha respetado a usted cuando le retaba a que se la quitara”. La escena fue de gran emoción. Dios recompensó el heroísmo del sacerdote que expuso su vida por El, haciendo que se convirtiera a la fe católica aquel incrédulo que unos momentos antes negaba a Dios.