Basta a menudo
cambiar de modo de vivir
para creer en la verdad
que se negaba.
Hugo de Lamennais
¿Merecen credibilidad los Evangelios que conocemos?
—No voy a ser yo quien niegue ahora la existencia de Jesucristo. ¿Pero cómo sabemos que los Evangelios merecen credibilidad sobre lo que hizo y lo que dijo realmente?
Un libro histórico —como son los Evangelios— merece credibilidad cuando reúne tres condiciones básicas: ser auténtico, ser verídico y ser íntegro. Es decir, que el libro fue escrito en la época y por el autor que se le atribuye (autenticidad), el autor del libro conoció los sucesos que refiere y no quiere engañar a sus lectores (veracidad) y, por último, ha llegado hasta nosotros sin alteración sustancial (integridad).
Los Evangelios parecen auténticos, en primer lugar, porque solo un autor contemporáneo de Jesucristo o discípulo inmediato suyo pudo escribirlos. Si se tiene en cuenta que en el año 70 Jerusalén fue destruida y la nación judía desterrada en masa, difícilmente un escritor posterior, con los medios que entonces tenían, habría podido describir bien los lugares; o simular los hebraísmos que figuran en el griego vulgar en que está redactado casi todo el Nuevo Testamento; o inventarse las descripciones que aparecen, tan ricas en detalles históricos, topográficos y culturales, que han sido confirmadas por los sucesivos hallazgos arqueológicos y los estudios sobre otros autores de aquel tiempo. Los hechos más notorios de la vida de Jesús son perfectamente comprobables mediante diferentes fuentes independientes de conocimiento histórico.
Respecto a la integridad de los Evangelios, nos encontramos ante una situación privilegiada, pues desde los primeros tiempos los cristianos hicieron numerosas copias en griego y en latín, para el culto litúrgico y la lectura y meditación de las escrituras. Gracias a ello, los testimonios documentales son abundantísimos.
Los libros del Nuevo Testamento fueron redactados originariamente en griego sobre papiro, el material en el que se escribían los libros en la antigüedad. La mayoría de esos primeros ejemplares se perdieron relativamente pronto a causa de la corta duración de este soporte, que se deteriora con el uso y la humedad. Por esa razón fueron copiados en pergaminos. Los textos al principio se copiaban en rollos (como las obras literarias de la antigüedad y el Antiguo Testamento) hasta que se impuso la forma de libro (códice), que permitía un fácil manejo y un mejor aprovechamiento del material.
El Nuevo Testamento es el libro antiguo mejor fundado desde el punto de vista textual. Se conservan en la actualidad más de cinco mil copias en griego, conservadas en papiro y pergamino, en rollo o códice. Hay además unos diez mil manuscritos de traducciones antiquísimas a diversas lenguas (latín, copto, armenio, etc.), que dan fe del texto griego que tuvieron a la vista los traductores. Nos han llegado mil quinientos leccionarios de Misas que contienen la mayor parte del texto de los Evangelios distribuido en lecturas a lo largo de todo el año. Y a todo ello hay que añadir las frecuentísimas citas del Evangelio en obras de escritores antiguos, que son como fragmentos de otros manuscritos anteriores perdidos para nosotros.
Toda esta variedad y extensión de testimonios de los Evangelios constituye una prueba históricamente incontrovertible. Si lo comparáramos, por ejemplo, con lo que conocemos de las grandes obras clásicas, veríamos que los manuscritos más antiguos que se conservan de esas obras son mucho más distantes de la época de su autor. Por ejemplo: Virgilio (siglo V, unos 500 años después de su redacción original), Horacio (siglo VIII, más de 900 después), Platón (siglo IX, unos 1.400), Julio César (siglo X, casi 1.100), y Homero (siglo XI, del orden de 1.900 años después). Sin embargo, hay papiros de los Evangelios datados en fechas muy cercanas a su redacción original (gracias a los avances de los estudios filológicos, se pueden datar con gran precisión): el Códice Alejandrino, unos 300 años después; el Códice Vaticano y el Sinaítico, unos 200; el papiro Chester Beatty, entre 125 y 150; el Bodmer, aproximadamente 100; y el papiro Rylands, finalmente, dista tan solo 25 o 30 años.
—Pero, aunque los manuscritos sean muchos y muy antiguos, siempre los copistas pudieron hacer interpolaciones o deformar algunos pasajes. Supongo que no se puede asegurar que haya una certeza total sobre el texto que conocemos.
Ten en cuenta que, habiendo tantísimas copias y de procedencia tan diversa (son muchos miles, en varios idiomas, y encontradas en lugares y fechas muy distantes), es facilísimo desenmascarar al copista que hace alguna alteración del texto, porque difiere de las demás copias que nos han llegado por otros cauces. Han aparecido, de hecho, un reducido número de falsificaciones o copias apócrifas, pero siempre se han detectado con facilidad gracias a la prodigiosa coincidencia del resto de las versiones.
Así se ha venido comprobando a lo largo del propio proceso histórico de descubrimiento de los diversos manuscritos. Por ejemplo, en el siglo XVI se hicieron numerosas ediciones impresas basadas en profundos estudios críticos sobre copias manuscritas, algunas de las cuales se remontaban hasta el siglo VIII, que era lo más antiguo que se conocía entonces. Posteriormente se encontraron códices de los siglos IV y V, y concordaban sustancialmente con aquellos textos impresos. Más adelante, se encontraron cerca de cien nuevos papiros escritos entre los siglos II y IV, la mayoría procedentes de Egipto, que coincidieron también de forma sorprendente con las copias que se tenían.
Teniendo en cuenta la diversísima procedencia de cada uno de esos documentos —repito que son muchos millares, procedentes de lugares y épocas muy diferentes—, cabe deducir que la prodigiosa coincidencia de todas las versiones que nos han llegado es un testimonio aplastante de la veneración y fidelidad con que se han conservado los Evangelios a lo largo de los siglos, así como de su autenticidad e integridad indiscutibles. El Nuevo Testamento es, sin comparación con cualquier otra obra literaria de la antigüedad, el libro mejor y más abundantemente documentado.
¿Es verdad lo que cuentan los Evangelios?
Respecto a la veracidad de los Evangelios, podrían señalarse multitud de razones. Pascal, refiriéndose al testimonio que dieron con su vida los primeros cristianos, señala un argumento muy sencillo y convincente: creo con más facilidad las historias cuyos testigos se dejan martirizar en comprobación de su testimonio.
Haber llegado a la muerte por ser fieles a las enseñanzas de los Evangelios otorga a esas personas una fuerte garantía de veracidad. Por lo menos, se conocen pocos mentirosos que hayan muerto por defender sus mentiras.
Además, es bastante llamativo, por ejemplo, que los evangelistas no callen sus propios defectos ni las reprensiones recibidas de su maestro, así como que relaten hechos embarazosos para los cristianos, que un falsificador podría haber ocultado fácilmente. ¿Por qué no se han corregido, o al menos pulido un poco, los pasajes más delicados? ¿Qué razones hay, por ejemplo, para que se narre la traición y dramática muerte de Judas, uno de los doce apóstoles, elegido personalmente por Jesucristo? Ha habido muchas oportunidades —señala Vittorio Messori— para omitir ese episodio, que desde el inicio fue motivo de escarnio contra los cristianos (“¿Qué clase de profeta es este —ironizaba Celso—, que no sabe siquiera elegir a sus seguidores?”). Sin embargo, el pasaje ha llegado inalterado hasta nosotros. La única explicación razonable es que este hecho, por desgraciado que fuera, ocurrió realmente. Los evangelistas estaban obligados a respetar la verdad porque, de lo contrario —y dejando margen a otros motivos—, las falsificaciones habrían sido denunciadas por sus contemporáneos. Los cristianos fueron en aquellos tiempos objeto de burlas, se les consideró locos, pero no se puso en discusión que lo que predicaran no correspondiera a la verdad de lo que sucedió.
Además, puestos a inventar, difícilmente los evangelistas hubieran ideado episodios como la huida de los apóstoles ante la Pasión, la triple negación de Pedro, las palabras de Cristo en el Huerto de los Olivos o su exclamación en la cruz (“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”), sucesos que nadie habría osado escribir si no hubieran sido escrupulosamente reales, pues resultaban muy contrarios a la idea de un Mesías, victorioso y potente, tan arraigada en la mentalidad hebrea de la época. Ante contrastes de este tipo, el propio Jean-Jacques Rousseau, nada sospechoso de simpatía hacia la fe católica, pero gran admirador del valor de las Escrituras, afirmaba: ¿Invenciones…? Amigo, así no se inventa. (…) El Evangelio tiene rasgos de verdad tan grandes, tan evidentes, tan perfectamente inimitables, que su inventor sería más grandioso que el héroe”.
Lo que hoy sabemos sobre Jesucristo es fiable y creíble porque los testigos son dignos de credibilidad y porque la tradición es crítica consigo misma. Además, lo que la tradición católica nos ha transmitido resiste también el análisis de la crítica histórica. En estos dos últimos siglos se ha pretendido innumerables veces negar la veracidad de los Evangelios. Sin embargo, los avances científicos han ido evidenciando que la mayoría de esos argumentos estaban dictados por el prejuicio ideológico. Y toda esa crítica, que en algunos momentos pareció poner en crisis la fe tratando de eliminar su base histórica, ha logrado más bien, como de rebote, fortalecerla.
En la actualidad se conoce mucho mejor el contexto histórico y literario en el que los evangelios fueron escritos, y eso ha permitido ilustrar, verificar, comprender y contextualizar con más hondura esos relatos. Nuestro conocimiento histórico de ellos es cada vez más sólido y digno de credibilidad. Un gran número de sucesivos descubrimientos ha ido barriendo poco a poco toda la nube de hipótesis que se habían formado en su contra. “Hoy —asegura Lucien Certaux—, después de dos siglos de ensañamiento crítico, estamos descubriendo con sorpresa que, posiblemente, el modo más científico de leer los Evangelios es leerlos con sencillez.”
¿Hubo realmente milagros?
—¿No es un poco infantil creer en los milagros? Mucha gente sostiene que todos tienen una explicación natural…
Efectivamente —te respondo glosando ideas de André Frossard—, muchos han buscado dar una explicación natural a los milagros del Evangelio. Los progresos de la medicina —aseguran esas personas— sugieren hoy día posibles explicaciones naturales a los milagros de curaciones de paralíticos, sordomudos, endemoniados, etc. Por ejemplo, todas las enfermedades pasan por fases de remisión, sobre todo contando con la sugestión que podía darse en estos casos, y con que no se sabe si luego recayeron en su mal. También explican fácilmente la resurrección de muertos. Dicen que en aquella época los certificados de defunción se extendían por simples apariencias, y no es de extrañar que algunos luego se reanimaran (según estos hombres, el número de personas enterradas vivas en la antigüedad debió ser enorme). Otros milagros, como caminar sobre las aguas, o la multiplicación de los panes, los explican como efecto de espejismos, ilusiones ópticas o cosas semejantes. Y los fenómenos sobrenaturales, como modos ingenuos de explicar a los espíritus sencillos las realidades habituales difíciles de entender. Para todos los milagros, incluso para los más espectaculares, encuentran alguna curiosa explicación natural, y algunas de ellas, desde luego, más milagrosas aún que los propios milagros.
Parece como si esas personas, que se afanan tanto por enseñarnos a leer “de una forma madura” el Evangelio, tuvieran miedo de ser tildadas de espíritus simplistas, y por eso hacen gala de un ingenio muy notable para racionalizar la fe y eliminar de ella todo fenómeno sobrenatural, sugiriendo a cambio asombrosas interpretaciones figuradas, simbólicas o alegóricas. Al final, acaban queriendo que creamos que lo único verdadero de todos los Evangelios son las “explicaciones a pie de página” que ellos ponen.
Sin embargo, se les podría objetar que, desde los orígenes, todos los grandes espíritus nacidos de la fe cristiana han dado crédito a los relatos —evidentemente milagrosos— de la Anunciación, de la Ascensión o de Pentecostés, sin prestarse jamás a ese tipo de interpretaciones. Por otra parte, no se tiene noticia de que ninguno de esos expertos en enseñarnos a interpretar la Sagrada Escritura haya tenido jamás siquiera alguna de las alucinaciones o espejismos a las que tanto recurren para explicar los milagros que han sucedido a los demás. Tendrían que explicarnos cómo pudieron ser tan corrientes en aquella época, y además de modo colectivo y ante personas enormemente escépticas ante ellos. Quizá sea porque como ellos nunca han visto a un ángel, ni se han encontrado con un cuerpo glorioso —yo tampoco—, no admiten que nadie haya podido tener tan buena suerte. Acaban por parecerse a esas personas que se resisten a creer que Armstrong haya pisado la Luna por el simple hecho de no haber podido estar allí con él.
—Pero quizá cuando avance más la ciencia se encuentre explicación a esos milagros…
La creencia o increencia en los milagros —escribe C. S. Lewis— está al margen de la ciencia experimental. No importa lo que esta progrese: los milagros son reales o imposibles con independencia de ella. El incrédulo pensará siempre que se trata de espejismos o hechos naturales de causas desconocidas. Pero no lo piensa por imperativos de la ciencia, sino porque de antemano ha descartado la posibilidad de lo sobrenatural.
Hoy la ciencia médica obtiene curaciones estupendas, pero valiéndose de medios avanzados, con frecuencia complicados y largos. En esto no hay prodigio, sino técnica y uso inteligente de los medios. Pero si un hombre cura a un ciego o a un leproso con una simple palabra, entonces es preciso buscar la causa del hecho fuera de las leyes y los medios naturales.
—¿Y te parece muy importante para la fe admitir los milagros?
El Evangelio sin milagros queda reducido a una colección de amables moralejas filantrópicas. La predicación de los apóstoles y el testimonio de los mártires perdería casi todo su sentido. Por otra parte, si los milagros son imposibles, no se puede creer que Dios se hizo hombre, ni se puede creer en su resurrección, y ambos son milagros centrales de la fe cristiana. «Desechados los milagros —concluye C. S. Lewis—, solo queda, aparte de la postura atea, el panteísmo o el deísmo. En cualquier caso, un Dios impersonal que no interviene en la Naturaleza, ni en la historia, ni interpela, ni manda, ni prohíbe. Este es el motivo capital por el que una divinidad imprecisa y pasiva resulta para algunos tan tentadora.»
Alfonso Aguiló