Religión y ciencia son dos asuntos cuya capacidad de convocatoria en la opinión pública es cada vez más creciente. El conflicto que en el pasado las había confrontado parece haberse esfumado. El mismo caso Galileo, que representa el momento de mayor tensión entre ambas, se encuadra en un contexto nuevo. Hoy aparece como un acontecimiento sobre el que se ha especulado durante largo tiempo, y que debe ser juzgado con mayor objetividad. Los documentos de los Archivos Vaticanos no concuerdan con lo que la propaganda decimonónica anticlerical dice de este episodio. Lo afirma, en esta entrevista concedida al diario Avvenire, el profesor William Shea, quien, después de haber enseñado en Cambridge y en Harvard, ocupa hoy la misma cátedra de Historia de la Ciencia que ocupó Galileo, en Padua.
-Profesor Shea, teólogos y científicos tienen una gran necesidad de hablar entre ellos…
En todos los países. En Estados Unidos he tenido recientemente tres conferencias acerca de este tema. La ciencia ofrece una mano a la teología, haciendo conocer que el mundo ha sido creado por Dios (en este sentido, interrogarse sobre la Naturaleza equivale a imaginar la mente de Dios). Por otro lado, la teología ofrece a los científicos elementos de reflexión sobre el sentido de la investigación, de modo que se puede encontrar la búsqueda científica ligada a una visión ética del mundo.
-Las tensiones y malentendidos del pasado, ¿están ya olvidados?
Acerca de la teoría de Charles Darwin no hay un verdadero enfrentamiento. La trágica historia de Giordano Bruno no entra en el conflicto ciencia-fe: se limitaba a términos teológicos. Entonces, el único caso de conflicto estaría en torno al heliocentrismo y a Galileo.
-¿Cuáles son las novedades que salen a la luz en los documentos históricos estudiados hasta la fecha?
El motivo de por qué aquel acontecimiento acabó como acabó continúa siendo un enigma. Galileo Galilei era muy estimado por Pablo V y Urbano VIII. Los jesuitas lo tenían en grandísima consideración. Gracias al jesuita y matemático Cristóforo Clavio había obtenido la cátedra de Pisa, y la todavía más prestigiosa de Padua. Cuando mostró el instrumento que había inventado –el occhiale, esto es, el telescopio–, la Academia de los Licei, de Roma, fue a verlo; según el cardenal Francesco María del Monte, Galileo merecía una estatua ecuestre en Campidoglio. En 1624, en siete semanas transcurridas en Roma, tiene seis coloquios con el Papa Urbano VIII. Y después de la condena, no sólo no fue a la cárcel, sino que fue tratado con un respeto y una indulgencia inconcebibles en un siglo como aquel.
-¿Cuándo se perfila el inicio del drama?
Cuando, muy educadamente –hace falta decirlo–, Galileo es invitado a dar las pruebas del heliocentrismo. El Papa le pide demostrar que la Tierra realmente se mueve; sólo así –le dice–, la Iglesia podrá formular una nueva interpretación de la Escritura (en el Eclesiastés, Josué «detiene el camino del sol»). Pero Galileo no tiene esas pruebas.
-¿Entonces, el heliocentrismo de Copérnico y Galileo podía aparecer como una mera teoría?
La prueba del heliocentrismo sólo viene con la ley de la gravitación universal de Newton. Y cuando llega, la Iglesia la acepta. Sin embargo, en la época de Galileo, la teoría copernicana circulaba y no era de hecho combatida: era considerada una hipótesis o suposición astronómica, no una verdad absoluta. Pero Galileo se quiere jugar el todo por el todo. En su Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, llegó a introducir un personaje ridículo, Simplicio, que representa claramente al Papa Urbano VIII. Galileo era realmente un florentino de carácter. Pero Urbano VIII era de la misma ciudad, y de la misma pasta. ¿Cómo puede un hombre inteligente como Galileo cometer un error de ese género?
-¿Por esto se precipitaron los acontecimientos?
Las razones son muchas. La guerra de los Treinta años; España, que acusa a Roma de acercarse a los protestantes para detener el dominio español. Es entonces cuando se descubre que el principal protector de Galileo, Giovanni Ciampoli, secretario del Papa, debido a ambiciones frustradas, conspira junto a los españoles. Se cierran todas las vías para un compromiso. Urbano VIII, cuando decide romper definitivamente con Galileo, relaciona la ofensa del Diálogo con la conjura de Ciampoli; le dice al embajador florentino: «¡Ha sido una verdadera ciampolatada!»
Luigi Dell´Aglio